Escribe: Ugo Velazco
Hay novelas que nacen para el olvido porque sus autores detestan escribir o escriben compulsivamente. En cualquier caso, sus personajes, las historias, las acciones, los ambientes, languidecen, carecen de ánimo (síntoma de anemia) o son utilizados al servicio y defensa de ciertas filosofías y lugares comunes. En la otra orilla se hallan los escritores inteligentes, colosos de la imaginación, novelistas cuya existencia depende tanto de su pericia arquitectónica como de su instinto creativo; las palabras, como decía Eco, después vendrán por sí solas.
El último libro que leí en el primer semestre del este año puede, con toda legitimidad, ubicarse en este pequeño grupo: El alma de los muertos de Francisco León, un libro para la memoria. Se trata de una novela monumental cuya construcción armónica y constante —a pesar de sus casi 700 páginas—, narra el surgimiento y declive de un país arquetípico en Latinoamérica, “un paisito de mierda” invisible y por ello mismo menospreciado por los virreinatos vecinos. La fábula de la novela es la historia vergonzosa de los pueblos implantados como enfermedades hace quinientos años tras la invasión española. La obra se inscribe en la línea épica de los acontecimientos en el nuevo mundo, la memoria de los cronistas, lo real maravilloso y lo histórico; y pocas cosas tiene que envidiar a un García Márquez o un Carpetier, entre ellas, la fortuna editorial que lo divulgue y traduzca a nivel mundial. No hablemos del aspecto literario, propiamente narrativo, pues la pericia de un autor con una buena cosecha de títulos publicados no es algo que podamos juzgar sin terminar de descubrir virtudes o entregarnos al asombro.
El alma de los muertos es la versión personal de la colisión de varios mundos (lo andino, lo europeo, lo afro, lo asiático), una visión auténtica y honrada que pretende resaltar las grietas que la historia oficial no asume o quiere atenuar. Pero Francisco León, en el laborioso tejido de la progenie aventurera y corrupta de Pedro Mendoza y Torredealba (y la copiosa lista de virreyes que gobernaron las orillas del río Ianaras), no busca demostrar nada, no se entrega al fácil trabajo de historiador o mero cronista tributario del más pedestre realismo que, en el caso más optimista escribe crónicas noveladas. En cambio, le ha conferido a la novela histórica una fisonomía que la refresca: su interés proviene del goce de la imaginación, el aserto poético como creación, el libre albedrío, no la pregunta ucrónica: “¿qué habría pasado si…?”, sino “¿Por qué no pasó esto?”.
En suma, la novela de Francisco León no es una solución a un problema, no es una alternativa de desenlace bien documentada. Pudo haber sido el desquite de una infausta historia que la memoria colectiva hereda todavía con dolor; o la alegoría del país fallido que somos. Pero El alma de los muertos explora más allá del insulso realismo (incluso si viene acompañado del adjetivo mágico), invitándonos a la reflexión platónica de las apariencias y la realidad (la silla de Platón sería, en este caso, la invasión española), ni más ni menos que la experiencia poética como tal, la contemplación de ese mundo creado que, a diferencia del mundo real, sí tiene un significado.